Lo encontré
corriendo hacia mí cuando escapaba.
Me encontró,
de frente, a la vez que la vida que venía a buscar
y se asustó de
mis cicatrices de cadenas
de la cara
oculta del ocaso
del gris del
cielo que nos arropaba.
Me miró un
segundo
y pude ver su
futuro en un océano rojo sangre,
lleno de
cadáveres más vivos
que los
corazones de lxs asesinxs;
lxs que osan
controlarme,
años de lucha
hundiéndose
arrastrando su
cuerpo
hacia el
horizonte que esperaba
su alma
salvaje.
Lo encontré,
cuando escapaba,
por un camino
marcado con mis huellas
y las de todxs
escapando de un
fantasma que me sonrió
como
recordándome quién era yo
y a que lado
del mar pertenecía,
ignorando por
completo el color de mis lágrimas.
Él se encontró
con mi camino
y marcó sus
pasos
para no olvidar
su pasado
y poder moldear
el porvenir.
No sabía que
la tierra que pisaba
era hipocresía
vestida de ensueño.
Me habló de la
historia que abrazaba,
de los lazos de
su pueblo,
de su viaje
hacia ningún lugar
del arder del
corazón cuando vives sobreviviendo.
“La rutina es
el reloj que más me quema” le dije,
y él me
respondió que había dejado de contar el tiempo
cuando supo que
este también se compraba con dinero.
Justo lo que no
tenía.
Me cogió la
mano
y se sorprendió
de lo real de mi tacto;
había llegado
a pensar que al otro lado del estrecho
hasta el sol
amaba sólo su reflejo.
Tampoco se
equivocaba.
Sólo sus manos
heridas de vallas fronterizas
consiguieron lo
que ningún otro aquí:
empezar a
romper mis cadenas.